Cuando le preguntan quién es la chef de Nus, contesta con su nombre, Irene Martínez, sin más decoración. Aún así, puntualiza que no le gusta el título “la chef”. “Prefiero la cocinera”, aclara con una sonrisa. Su presentación no tiene artificios, ni espacios de más ni de menos. Igual que ella. Igual que su propuesta gastronómica. De hecho, su restaurante, Nus, es una declaración de intenciones en toda regla. Situado en la calle Fábrica, una calle peatonal del barrio de Santa Catalina, el lugar en el que vivían los pescadores que alimentaban la Llotja de Palma, lleva por nombre la palabra “nudo”, en mallorquín. Es una referencia a los nudos de la mesa de madera que preside el local, heredada del taller de su padre, carpintero. Porque eso es su local: un punto de encuentro, de unión, como los atados de las redes de pesca, en el que se mezclan distintas tradiciones culinarias y distintos orígenes, con la cercanía natural como máxima forma de expresión, y la cocina asiática como centro.
Con las manos en la masa
“Desde pequeña, siempre me ha gustado la cocina asiática, sobre todo china y japonesa, porque era muy diferente”, explica. De origen andaluz, su abuela paterna era cocinera y su madrina cocinaba para una importante familia mallorquina, así que su recetario, de tradición muy cercana a La Mancha, tuvo que adaptarse al de la isla. “En mi casa, toda la vida se ha cocinado mucho. Además de mi abuela paterna, la materna y mis tías hacían de todo, y yo siempre estaba ahí, mezclando ingredientes, haciendo panades, repostería…”, explica. Habla de cuando tenía cinco o seis años y metía las manos en la masa. Una emoción que sigue poniendo en cada plato. “No soy una cocinera de sifón, ni de texturas, ni todo eso…”, añade con una sonrisa.

Tal vez por eso, su forma de entender la cocina asiática que confiere la carta de Nus empieza siempre en el origen, en la tradición de cada plato. A ese principio le añade el producto local, mediterráneo, y lo pone en sus manos, de tacto calmo, como el movimiento del mar en el que vive y del que se nutre. “Si hago un ramen, por ejemplo, lo hago con sofritos, camagrocs, tomate de ramallet y pescado de aquí. Porque nuestros productos son iguales o más buenos que los que puede haber en el Pacífico”, explica.

Aprender sin perder
Para ella, la palabra fusión es terrible. “Es una definición que no me gusta nada. Porque no considero que haga fusión, sino que represento lo que soy en mi restaurante: un nudo de muchas cosas”, explica. Y eso se nota en sus maneras, las de una persona que destila tranquilidad y respeto por los procesos y los ingredientes. Algo que se puede leer entrelíneas en su trayectoria.
Su carrera ha pasado por lugares muy distintos. Con Tomeu Martí, chef de Arume, tuvo su primer contacto con la cocina asiática. Recuerda que “en la entrevista, me preguntó: ¿Sabes preparar sushi? Y yo le dije que no lo había hecho nunca. Aprenderás, me contestó”. De ahí saltó a Diverxo, de Dabiz Muñoz, donde afirma que aprendió muchas cosas sobre el mundo de la gastronomía, aunque no necesariamente a cocinar. Después con Santi Taura, donde pudo comprobar como el recetario tradicional tiene mucho más recorrido que el del origen.
Parte del mundo
De todos ellos se llevó algo. Lo único que no quiere, es la notoriedad. “Me siento más cómoda en mi cuevita, representando mi cocina desde mi cocina y no únicamente con mi nombre”, afirma. Su forma de ver el mundo es formar parte de él y no estar en primera línea. “No es que no me guste que me conozcan, porque al final tengo un restaurante, pero me incomoda, no quiero ser una estrella del rock”. Aunque, entre amigos, cuando no habla de cocina, habla de música y de cine. De hecho, toca la guitarra y canta, y, de vez en cuando, monta saraos en el restaurante. A puerta cerrada, con entrada, grupos de flamenco, guitarras y palmeo, maridan con un menú creado para la ocasión en algo que casa perfectamente entre sí y que se comparte y crece día a día.

Aunque sabe que un local es una empresa, también se refiere a los problemas, a los que siempre le añade un espacio a la búsqueda de soluciones. Eso sí, si necesita reflexionar mucho y desconectar de la presión de manejar un establecimiento con menú degustación y carta, tiene claro que, si puede juntar unos días, se marcha a El Palmar, en Cádiz. Si no, la isla le da todo lo que necesita. “Un día en Es Caragol, con un pareo, una nevera llena de cervezas y una tabla con quesos, fuet y galletas Quely, es una buena forma de desconectar”.